

“La democracia tiene que nacer de nuevo en cada generación, y la educación es su partera.” Esta afirmación de John Dewey, formulada a principios del siglo XX, nos abre un camino que sigue siendo urgente: pensar cómo la escuela puede ser, no solo un lugar donde se enseña sobre democracia, sino un espacio donde se vive, se práctica, y los actores de la comunidad ejercen el acto democrático.

El desafío no es transmitir contenidos de educación cívica, sino encarnar la democracia en la vida escolar cotidiana. Pero no es fácil, la tentación de la cobertura curricular, la expectativa de los apoderados y la necesidad de que las áreas directivas de la escuela vean esto como una necesidad, es complejo en la práctica. Es en el respeto de un debate, en la capacidad de resolver conflictos de manera constructiva, en el simple acto de escuchar al otro, donde se forjan los pilares de la convivencia democrática. Solo a través de esta experiencia compartida, la educación puede cumplir su promesa más profunda: la de ser la verdadera partera de una ciudadanía activa, crítica y comprometida con el futuro de su sociedad. Porque la democracia, como el aprendizaje, es un camino que nunca se completa, una obra que se construye en cada pregunta, en cada voto y en cada acuerdo alcanzado dentro del aula.
El contexto actual hace aún más urgente esta tarea. Infancias y juventudes viven expuestas a información inmediata y no siempre comprobada; observan cómo ciertos líderes políticos validan la violencia para obtener votos; habitan una sociedad que, muchas veces, valora más la fuerza emocional de un argumento que su solidez crítica. Frente a este escenario, la labor docente adquiere una dimensión política insoslayable: los docentes están llamados a generar espacios auténticamente democráticos en la escuela.
Hablar de democracia y escuela, entonces, no es hablar únicamente de programas de educación cívica, de celebraciones o de conmemoraciones nacionales, sino de cómo la escuela encarna, transmite y reinventa las formas en que convivimos, disentimos y deliberamos. La pregunta clave no es solo qué deben aprender los estudiantes para ser ciudadanos democráticos, sino qué deben aprender y practicar los docentes para que la escuela sea un espacio que eduque para la democracia.
Tres dimensiones parecen centrales. Primero, una ética de la igualdad y el respeto: un docente que cree que cada voz cuenta y que cada estudiante merece ser escuchado ofrece una lección de democracia más poderosa que cualquier manual. Segundo, la capacidad de conducir el disenso, pues la democracia no busca eliminar los conflictos, sino darles un cauce legítimo. Los docentes necesitan herramientas para transformar las diferencias en oportunidades de diálogo, y no en amenazas al orden. Tercero, prácticas de participación auténtica, esto es, devolver la palabra al aula, enseñar a preguntar, a deliberar y a construir acuerdos, generando instancias donde los estudiantes tengan poder de decisión sobre lo que ocurre en su comunidad escolar.
Estas dimensiones se traducen en prácticas concretas: aulas que funcionan como espacios deliberativos donde se discuten problemas reales con reglas de respeto y escucha activa; proyectos de aprendizaje con impacto comunitario, que permitan ejercer ciudadanía en la práctica; centros de estudiantes, consejos de curso y asambleas que no sean simples rituales, sino lugares donde se toman decisiones efectivas; y, finalmente, una pedagogía de la pregunta, donde el docente guía más que impone, y fomenta la exploración crítica por sobre la repetición de respuestas prefabricadas.
En este horizonte, el rol del profesorado deja de reducirse a ser transmisor de datos y se transforma en el de un curador de la complejidad, capaz de manejar las discrepancias, las controversias. Su tarea es guiar a los estudiantes en medio del océano de información inmediata y no verificada, ayudarlos a discernir entre un hecho y una opinión, a valorar un argumento sólido por sobre un eco emocional amplificado en redes sociales. Educar para la democracia significa modelar la paciencia necesaria para escuchar, la humildad para reconocer los propios sesgos y el coraje para defender la razón frente a la intolerancia.
Si queremos que la escuela fortalezca la democracia, necesitamos una comunidad educativa que viva, valore y permita a los y las docentes enseñar desde la convicción de que educar es, también, un acto político. La democracia no se aprende de memoria, sino que es una experiencia encarnada, que se construye día a día en las aulas, en la convivencia escolar y en los gestos cotidianos que hacen posible la vida en común, en las relaciones interpersonales de toda la comunidad educativa.